¿Existe Dios?

divan

Asisto, asistimos (me siento parte del público. Miro sus caras llenas de alegría, llenas de angustia y ternura por un Freud anciano, enfermo de cáncer de boca, exiliado, al final de su vida, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, en medio del desconcierto, entre sonidos de aviones y el noticiario, con una radio que se apaga cuando suena la música no vaya a ser que se abran las heridas, que el pensamiento constante se haga corazón. ¿Qué está pasando? ¿Qué es todo ese revuelo Díos mío? ¡Uy!, se me escapó el «Dios mío», se nos escapó un «Díos mío». ¿Pero Dios existe? cierro paréntesis.) a una batalla dialéctica entre Sigmund Freud y C.S.Lewis. Percibo a un Freud acabado, pesimista aunque alerta pues las circunstancias que le rodean por dentro y por fuera no son pa’ menos. Quiere besar a la muerte antes de que la muerte lo bese a él. Recibe a un C.S. Lewis optimista aunque más inseguro que el otro, cristiano, que llega con retraso. Uno no cree en Dios, le parece una neurosis obsesiva, el otro sí. Durante casi toda la batalla, yo estoy de parte de Freud, de su voz segura y grave, de su temperamento y su hartazgo por las religiones, sobre todo, por la cristiana. A mí también me parece que tras la fe ciega se esconde una necesidad que cubrir, una necesidad de sentirnos protegidos por un padre celestial e inmortales, de trascender y calmarnos frente al desasosiego que produce pensar en la muerte. También como él sostengo en mi cambiante modo de pensar que «el final es el final» y. Si existe Dios, él también es creador de Satán ¿no?. También es responsable del dolor del mundo. Freud vio morir a su hija Sophie por desnutrición y neuomonía, conocía bien el dolor. C.S. Lewis, por el contrario, le rebate sus argumentos defendiendo la idea del libre albedrío: «de los males del mundo únicamente tienen culpa los hombres».

¿Cuál es el sentido de la existencia de Dios en el mundo? La posición de C.S.Lewis me lleva a plantearme que si es cierto que Dios existiese, Él solo sería creador, pero no interventor. El hombre hace y deshace a su antojo, según su voluntad y luego es juzgado por ello por un Dios creador, que lo creó libre. Desde mi punto de vista, eso podría ser así si partiésemos de 0 al nacer. Pero no partimos de 0. Traemos con nosotros una carga genética que ya nos condiciona físicamente y, de acuerdo a la forma de nuestro físico de interactuar en nuestro entorno, también comportamentalmente. Uno no elige de pequeño la educación que va a recibir, ni las relaciones con sus padres, y ello marca nuestro carácter inevitablemente. Uno, por voluntad propia, podría asistir a su psicoterapeuta e intentar frenar ciertos patrones de conducta que le resultasen dañinos, conectados con el Tánatos. Pero el grado de abstención de ciertos comportamientos, sobre todo relacionados con la agresividad y el sexo, es elevado para entrar en el reino de los cielos. Uno tendría que contener, reprimir sus deseos sexuales en la mayor parte de las veces cuando estos aparecen. Esto deja al ser humano en una posición en la que no es tan libre, en la que no puede hacer tanto lo que desea si desea ir al cielo. Supone nacer en una familia o entorno cristiano y adquirir y seguir esa moral concreta, o convertirse al cristianismo como lo hizo C.S. Lewis, pero eso tampoco es una elección, pues se necesita vivir en un contexto social-cultural concreto donde tales ideas puedan agarrarse bien a la tierra y posteriormente brotar.

Cuando me creía convencido, cuando no hacía falta más argumentos de Freud, cuando podría haber terminado la obra y yo salir tan contento, irme a mi casa y empezar a leer cosas o ver documentales sobre él. ¡Crack! Algo se rompe. El señor sabio y entrañable, que ya me gustaría que me hubiese psicoanalizado (sí, todos tenemos fantasías megalómanas)…, algo se rompe. Un Freud que ideológicamente defiende el amor libre, la libertad sexual, que ataca la moral cristiana y que considera que es un horror no practicar sexo antes del matrimonio, confiesa que le ha sido fiel a su mujer toda la vida, que se ha mantenido monógamo y que conoció a su mujer de bien joven. ¡Vaya! qué romántico y qué bonito pero teoría y práctica no encuentran cohesión. Luego defiende que «todos somos intrínsecamente bisexuales». Yo no lo siento así. Y por último se resiste a escuchar música. ¿Cómo no puede escuchar música con el dolor tan fuerte que debe estar padeciendo, en pleno comienzo de la Segunda Guerra Mundial, con todo lo que se le viene encima, aunque él sabe que no va a tener que vivirlo, «gracias a su cáncer» como él mismo expresa? Creo que precisamente por ello. La música, cierta música, nos conecta directamente con el corazón, y eso duele. También con algo más sutil que no podemos razonar, y eso asusta. No controlar, asusta. Freud tenía muchos libros a los que recurrir, muchas deidades que coleccionar, tenía un famoso diván con alfombras persas donde psicoanalizar a sus pacientes. Pero al final de la obra, toda la atención se centra en su rostro cubierto por el miedo y el dolor, en la música de la radio. Quizá haya cosas que se nos escapan a la razón.

Ah sí, se me olvidó decir que Freud lo interpreta un majestuoso Helio Pedregal y a C.S. Lewis Eleazar Ortiz. Se me olvidó por un momento que estaba asistiendo a un espectáculo teatral, a «La sesión final de Freud» en el Teatro Español. Si existió este encuentro entre Freud y C.S. Lewis no lo sé, es algo que me despierta la curiosidad. pero por ahora me interesaron los personajes dramáticos y como los actores se pusieron al servicio de la historia, de una historia que me subraya la pregunta de ¿Dios existe? una vez más. No lo quiero responder, no pienso hacerlo, no sabría, pero presiento que me quedaré con la pregunta dentro mucho tiempo.

Si esta obra fuese una comida sería un caramelo de chocolate negro que se deshace lentamente en la boca y deja un poso dulciamargo.

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